Historia de amor de la realeza: la princesa que no creía en el amor

Laura Sánchez, Filóloga

Érase una vez una hermosa princesa heredera de un reino próspero que se acercaba peligrosamente a esa edad en la que tanto princesas como plebeyas tienen que tomar la decisión de formar una familia. Sus padres, los reyes, se hacían mayores y necesitaban urgentemente un príncipe azul para su princesa, como mandan los cánones. La princesa era lo suficientemente inteligente y bella como para elegir al príncipe que ella quisiera. Pero esta historia de amor no termina comiendo perdices porque la princesa no creía en el amor.

Vida sentimental de una princesa

No siempre había sido una escéptica del amor. La princesa dejó de creer en el amor por simple agotamiento, por acumular una decepción amorosa tras otra, por haber comprobado a lo largo de los años cómo todos y cada uno de los príncipes que habían pasado por su vida se habían convertido en sapos. Hacía ya tiempo que la princesa había decidido ser feliz sin la compañía de ningún príncipe.

Su historial sentimental presentaba una gran variedad de tipos y personalidades, pero el resultado siempre era el mismo. Fracaso total. Su primer príncipe tenía un insuperable complejo de Peter Pan hasta el punto de que ella tenía que ocuparse de elegirle la ropa. Su segundo príncipe era más seguro de sí mismo que el anterior, pero más egocéntrico si cabe y vivía más pendiente de su propia belleza que de compartir el tiempo con ella.

Su tercer príncipe o tal vez el quinto, poco importaba ya, la engañó con su mejor amiga y hubo otro príncipe tan dependiente de ella que le aseguraba que no podría vivir sin ella. Pero el peor fue aquél príncipe celoso y posesivo que casi acaba con su cordura. No, definitivamente, la princesa no creía en el amor.

La princesa sin amor

La princesa quería reinar ella sola, pero sabía que no iban a permitírselo. Y no se imaginaba cómo solucionar la situación. En los últimos años se había esforzado mucho por conocerse a sí misma, por gustarse, por amarse, por complacerse. Y a base de trabajo personal había acabado por estar más feliz, más radiante, más espléndida siendo ella misma. No pensaba seguir buscando a su príncipe.

Pero un día la reina murió y dejó el palacio sumido en la pena y la desolación. Esa desgracia familiar debilitó la decisión de la princesa que veía cómo su padre se consumía por la tristeza. La princesa no quería sumar más dolor al rey y cedió a la presión. Así fue como eligió al que sería su marido, un príncipe de un azul intenso que encajaba perfectamente en su reino. La boda se celebró por todo lo alto, con festejos dignos de un acontecimiento tan importante y tan feliz. La princesa por fin tenía su príncipe, pero la princesa no estaba feliz.

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